miércoles, 23 de junio de 2010

Relatos Eroticos: Sola...

¡Menudo cabrón! Exclamó al recibir el sms de Pablo.

“Lo siento mucho, no podemos vernos esta noche. Tengo que ir a casa de mi ex. Mi hija se ha puesto mala. Tqm”

Ella lo había organizado todo para esa noche y él venía ahora con esa excusa. Las entradas del concierto, la reserva de mesa cerca del escenario, todo preparado para una noche especial, y se había ido todo a la mierda.
Se sentó en el sillón. Buscó el paquete de tabaco y se encendió un cigarrillo para calmarse un poco mientras decidió servirse una copa de lambrusco.

Eran las siete de la tarde y se notaba todavía el calor de finales de verano a principios de septiembre. Agradeció el frescor del vino recién sacado del frigorífico, pero a la segunda copa el acaloramiento que sentía era máximo, acrecentado quizás por el enfado del mensaje recibido.

Tenía la ropa pegada al cuerpo. Todo el día de compras, peluquería, el gabinete de belleza para la depilación y todo el balde porque a la ex de Pablo le había dado por que pasara por su casa con las excusas de siempre. Le pasaban mil maldades por su cabeza.

Estaba en su casa. Sola, compuesta y sin plan. Decepcionada y con una ganas tremendas de llorar.

Se levantó para abrir las puertas del ventanal del balcón y que corriera el aire por la habitación. La brisa de la tarde la saludó acariciando su cuerpo al abrir las puertas. Agradeció la sensación de frescor que la atrapaba. En este día de perros era lo mejor que le estaba pasando. Cerró sus ojos. Respiró hondo recibiendo la sensación de alivio, se acarició la nuca echando el cuello hacia atrás para sentir el frescor que la envolvía y, sin pensarlo, comenzó a desvestirse. Lentamente. Frente a la ciudad, con la luz del día languideciendo dando paso a la iluminación artificial de las primeras horas de la tarde. Quizá fue efecto del vino pero no reparó en que la podían estar observando, además, qué le importaba en ese momento. En condiciones normales jamás se le habría ocurrido hacer algo así pero no era una tarde normal. Estaba irritada, enfadada con su suerte, y esa preciosa sensación la estaba relajando, se estaba abandonando a un placer que merecía. Hoy lo merecía. Con el último botón de la blusa sintió que ésta le pesaba más que nunca, la abrió durante unos segundos para que ese frescor atrevido fuera adentrándose milímetro a milímetro por su torso, su cuello, hombros y espalda. Finalmente la blusa cayó al suelo y, sin abrir los ojos, siguió dejándose hacer por un aire desvergonzado que la estaba acariciando a placer. Temía abrirlos para no saber si la estaban viendo desnudarse. Tal vez le excitaba el pensar que seguro que sí. Que alguien también podía estar recibiendo el placer de verla desnuda. Nunca se había exhibido así pero ahora no pensaba en parar.

Se soltó el cinturón y desabrochó su pantalón vaquero. Su braguita de algodón blanca asomaba poco a poco mientras sobre ella resbalaba la cremallera lenta pero decidida. Estaba humedecida y en esos momentos no sentía vergüenza. Bajó un poco el pantalón para que la brisa fluyera por su piel, despacito. Paró un instante con el pantalón a la altura de sus muslos, un instante eterno, hasta que la prenda descansó en el suelo golpeando sus pies.

Abrió los ojos y volvió a la mesa para servirse otra copa de vino, la tercera. La fue saboreando lentamente en sus labios mientras caminaba en ropa interior alrededor del salón.

Contempló su cuerpo semidesnudo y disfrutó de verse así. Con 34 años aún se mantenía en forma. Tenía unas piernas delgadas, unos glúteos firmes con unas caderas bien formadas y casi nada de barriguita. Estaba orgullosa de sus pechos. Los vio reflejados en su sombra en la pared. Eran grandes y redondos. Le gustaba lucirlos y le excitaba que los hombres perdieran la vista en ellos y que sus amigas la envidiaran. Quizá si hubiera sido un poco más alta sería plenamente feliz.

Rellenó de nuevo la copa y siguió saboreando a pequeños sorbos el vino mientras se acercaba de nuevo al ventanal. Respiró profundamente para sentir el aire enriquecedor en su interior, manteniendo la vista fija en el horizonte.

Salió al balcón bebiendo de la copa, apoyándose en la baranda. Su excitación era máxima. La sensación de calor de su estómago bajaba hasta su entrepierna y humedecía cada vez más la suave tela de sus braguitas. Sus pezones estaban duros y suplicaban liberarse de su prisión. Volvió a cerrar los ojos, abrió un poco las piernas para que la brisa acariciara el interior de sus muslos mojados de sudor y soltó el sujetador. Ella que no había hecho ni topless en la playa por vergüenza o por pudor, ahora se desnudaba por efecto de algo inexplicable. Al principio estuvo tentada de taparse los pechos pero no lo hizo. Un escalofrío le recorría la espalda fruto de su lujuria y lo disfrutaba. La copa de vino se había terminado y volvió a entrar en el salón. Temblando de la excitación y alterada por lo que estaba sintiendo se encendió como pudo otro cigarrillo y con la primera calada respiró lo más profundo que pudo. Necesitaba sentirse segura de lo que estaba haciendo. No quería pensar en ello pero no dejaba de temblar. Se sentía a gusto y llena de placer y eso fue suficiente. Segura de sí misma volvió a su escenario, a la puerta del balcón.

Humedeció la punta de sus dedos índice y corazón tras otra calada a su cigarrillo y aproximó su mano derecha a la goma de su braguita. Acarició suavemente la entrada de la única prenda que le quedaba y al sentir el roce de las yemas de sus dedos en su pubis recién depilado y suave se estremeció y le vinieron a su mente pensamientos que no esperaba, que jamás había tenido.

Recordó las caricias de Verónica, su esteticista, mientras la estaba depilando. Nunca se había sentido atraída por otra mujer. No entendía el porqué esos pensamientos afloraban en ese momento. No recordaba el dolor que le produjeron los tirones de la cera, que fueron muchos. Recordaba las caricias posteriores a cada una de sus acometidas. Las frágiles manitas de Verónica acariciando su zona prohibida. ¿Qué sentiría ella? Había permanecido como otras tantas veces desnuda de cintura para abajo en su camilla. Mostrando toda su intimidad. A su disposición y nunca se lo habría preguntado.

Recorrió todas las partes que ella había depilado, sintiendo la suavidad de su piel, imaginando que sus dedos eran los de Verónica. Los labios carnosos que estaban ya rezumando fluidos, la entrada de su ano, las ingles, el pubis, en el que sólo había dejado una pequeña rajita de pelo, lo que más le gustaba al cabrón de Pablo.

Bajó un poco su braguita para dejar al aire su vagina ya hinchada de placer y siguió con las caricias. Se apoyó en la puerta del balcón para no caerse al suelo y aumentó el ritmo y la cadencia del movimiento de sus dedos en su entrepierna. La podían estar viendo y no le preocupaba. Bajó un poco más sus bragas hasta las rodillas para poder meterse los dedos en su interior. Con la mano izquierda acariciaba sus senos. Sólo imaginaba que podía ser Verónica la que se lo hacía, con la misma suavidad con que la trataba siempre. Sentía el dulce sonido de su voz. Conversaciones sin sentido que le estaba provocando placer recordar. Comenzó a gemir plena de excitación agitando sus caderas de atrás adelante en movimientos acompasados. Los dedos de Verónica la penetraban de forma salvaje y lo estaban haciendo mejor que Pablo lo hubiera hecho nunca. Estaba a mil por hora. Mordía sus labios emitiendo leves quejidos de placer inmenso.

Dejó de acariciarse las tetas con la mano izquierda para bajar hasta su sexo ardiente. Con las yemas de sus dedos lo frotaba para prolongar su excitación. Estaba a punto de explotar. Sacó un momento los dedos que llenaban su húmedo interior para aguantar un poco más y los acercó a su nariz para olerlos. Quería oler su jugo. Eran los dedos de Verónica. Los chupó y saboreó uno a uno. Siguió acariciándose. Aumentó el ritmo. Recordó levemente que estaba a la vista de cualquiera y ya no pudo soportarlo más. Soltó un quejido largo mientras se convulsionaba al llegar al primer orgasmo. La brisa descarada seguía acariciándola, envolviéndola. Se fue repitiendo la sensación de placer infinito durante un rato más con varios orgasmos seguidos. Gritó de placer cuantas veces pudo sin importar que la pudieran oír hasta que quedó exhausta, complacida, vencida. Resbaló sobre su espalda hasta sentarse en el suelo del balcón, con las piernas abiertas y las bragas por los tobillos. Mostrándose a la ciudad.

Respiró hondo. Buscó lo que le quedaba del cigarro y con la última calada, mirando al infinito, no pudo más que sonreír…

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Felices experiencias,

Tristán

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